Jacinto quería volar.Como las gaviotas que dibujan garabatos de espuma en el aire, para escapar de las olas. Como las golondrinas, que se van lejos, lejos, cuando el frío comienza a congelarle las plumas. Como las águilas que trepan alto en el cielo hasta que el sol les hace cosquillas. Como los colibríes que aletean nerviosos de flor en flor. El problema era que Jacinto no era ni gaviota, ni golondrina, ni águila ni colibrí, sino gato.
Y los gatos pueden hacer muchas cosas: caminar, saltar, correr (cuando persiguen un ratón), correr más fuerte (cuando los persigue un perro), treparse a un árbol (cuando el perro que los persigue está por alcanzarlos). También podrían nadar, si no fuera porque el agua no les gusta nada.
Pero Jacinto soñaba con volar. Ya había hecho varios intentos. Una tarde se había tirado desde el techo de una casa, pero por más que movió desesperado las cuatro patas, e inclusive la cola, se había pegado un porrazo terrible que le arrugó el hocico. Y menos mal que los gatos tienen siete vidas.
Por eso todos los vecinos gatunos se burlaban de él.
–Es imposible.
–Ni la gatabuela de mi gatabuela escuchó hablar alguna vez de un gato volador.
–Ni siquiera los hombres pueden volar.
Y era cierto. En la época en que vivía Jacinto, allá por 1907, no se había inventado el avión.
Tanto se burlaban los otros gatos que Jacinto se sentía muy solo y decidió irse del barrio donde vivía. Se fue una noche de diciembre, sin que nadie se diera cuenta. Caminó y caminó sin rumbo fijo hasta que se le cansaron los bigotes. Era casi de madrugada cuando llegó a un lugar descampado. Allí sentado frente a un cobertizo, había un hombre que miraba el cielo desteñido por el amanecer y las piruetas que hacían los pájaros en el aire.
–¡Cómo me gustaría ser como ello!– le dijo el hombre a Jacinto, mientras le acariciaba el lomo. Y a Jacinto el corazón de gato le latió fuerte porque ya no se sentía más solo. Le ronroneó despacito y decidió quedarse a vivir allí, con ese ser humano que soñaba con volar, como él.
Al rato, llegaron otras personas y el hombre fue a hablar con ellas. Jacinto buscó un lugar donde dormir la primera siesta del día (porque los gatos duermen unas veinticuatro siestas). Encontró una canasta grande y se acurrucó en un rincón, hecho bolita. Se durmió tan profundo que no se dio cuenta de que la canasta empezó a moverse.
Pero, de pronto escuchó gritos y aplausos que lo despertaron. Abrió un ojo con modorra y trepó por las paredes de mimbre para averiguar qué pasaba.
Cuando se asomó, Jacinto casi se desmaya. La canasta estaba volando. No volaba sola, porque las canastas tampoco tienen alas. Volaba aferrada por cuerdas a un globo enorme, grande como una casa. Y adentro de la canasta aferrada con cuerdas al globo enorme, volaba Jacinto. Casi
como un pájaro. Aunque no tenía alas. Lejos de la tierra donde la gente los saludaba con la mano al verlos pasar.
Cerca del cielo, donde el viento le acariciaba los bigotes.
A su lado, estaba el hombre que también soñaba con volar. Se llamaba Jorge Newbery y ese día de diciembre de 1907 realizó el primer vuelo, en Argentina, en su globo Pampero. Jacinto jamás supo todo esto. Porque como no sabía leer, no se enteró de la noticia que salió en todos los diarios de la época, contando la hazaña. Claro que los diarios tampoco contaron que Jacinto también iba en el globo y ningún ser humano se enteró. Los que sí se enteraron fueron los vecinos del barrio gatuno, porque cuando voló sobre ellos, Jacinto los saludó desde el cielo. Y hasta parece que les sacó la lengua.
Hermozo