Nadie sabía por qué, pero, a veces, el río desaparecía. Casi siempre se quedaba allí, en su lugar, entre las montañas y el bosque, cumpliendo con su trabajo: refrescar a las flores sedientas, lavarle las orejas a los conejos, limpiar el traje verde de los sapos, enseñarle piruetas a los peces…
Pero, de tanto en tanto, cuando hacía mucho calor, el río desaparecía así como así y todos se quedaban con la boca más abierta que no sé qué, mirando para todos lados, para averiguar adónde se había ido. Levantaban las piedras, lo buscaban entre los arbustos y revisaban la copa de los árboles cargados de frutas perfumadas. Y como no encontraban ni un pedacito de río, empezaban las protestas. Los sapos se ponían de mal humor y aturdían a todos con sus gritos.
A las flores, del enojo, se les arrugaban los pétalos. A los conejos, de los nervios, se les enredaban las orejas con los bigotes. Y los peces se aburrían porque no podían nadar en el caminito de arena que dejaba el río, cuando desaparecía. De todos modos, cuando llovía, el río siempre regresaba y entonces todos le perdonaban la travesura.
Cierta vez, sin embargo, el río se fue más tiempo que de costumbre. Era una tarde de calor y el río desapareció justo cuando una rana estaba por zambullirse en el agua. La pobre cayó de cabeza sobre una piedra y se hizo un chichón en la frente. Todos estaban indignados. ¿Cómo era posible que el río se fuera con el calor que hacía? ¿Por qué no se quedaba quieto como las montañas que nunca van a ningún lado?
¿Y adónde se iba? Ya no iban a disculparlo, a menos que les diera una explicación.
Por eso, cuando el río volvió, todos lo esperaban en la orilla de brazos cruzados y con cara seria. Entonces, el río les contó su secreto. Su amiga, la lluvia, que viajaba todo el tiempo, le había hablado muchas veces de lugares maravillosos que estaban más allá de las montañas y del bosque.
Le habló de las ciudades enormes con edificios que crecían hasta rascarle la panza al cielo, del color dorado del mar al atardecer, de los sonidos verdes de la selva, de los campos de trigo que acaricia el viento, de las tierras heladas del fin del mundo… Tantas cosas le había contado la lluvia que el río sintió deseos de viajar y conocer todos esos lugares remotos. Y la lluvia lo había ayudado a hacer realidad su deseo.
Porque habló con sus amigas las nubes y ellas llevaban al río de aquí para allá. Pero sólo podían hacerlo cuando hacía calor, porque el agua del río se transformaba en vapor que trepaba hasta las nubes.
Desde ese momento, nadie volvió a enojarse con el río cuando desaparece. Es más: todos lo esperan ansiosos para que les cuente las historias de los sitios lejanos a los que viaja sin cesar.
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