En un lejano país, vivía un joven muy pobre. No tenía familia ni casa. Trabajaba en las granjas esquilando ovejas, cosechando o recogiendo frutas. Por eso viajaba de un sitio a otro todo el tiempo, llevando al hombro su mochila, y muchas veces dormía en mitad del campo, bajo la luz de las estrellas.
Una noche, después de cenar un poco de pan, se recostó de espaldas, mientras se extinguía la fogata. De pronto, vio brillar, entre las sombras, cientos de puntos de luz y creyó que eran luciérnagas. Pero miró con atención y descubrió que no eran luciérnagas, sino figuras diminutas vestidas con trajes de fiesta negros, dorados y blancos.
–Son hadas –pensó y se quedó muy quieto, observándolas en silencio, oculto en la oscuridad.
Las hadas bailaban y giraban sin parar, dejando a su paso una estela de luces. Y así estuvieron un largo rato, hasta que dos de ellas se detuvieron cerca del joven y se pusieron a conversar. El muchacho, entonces, intentó oír lo que decían.
–Escondí el silbato mágico bajo las raíces de este viejo eucalipto –susurró la primera–. Allí nadie podrá encontrarlo.
–Muy bien – respondió la otra–. Si alguien lo hallara, podría dominar a cualquier animal o ser humano, porque sus sonidos hacen que todos empiecen a bailar.
Por la mañana, el joven se preguntó si todo habría sido un sueño. Pero decidió buscar en las raíces del árbol y enseguida encontró un pequeño silbato rojo, con adornos de oro puro. Aunque no estaba seguro de que fuera mágico, como habían dicho las hadas, lo guardó en su mochila y se fue por el camino.
Después, vio una carreta que venía en dirección contraria. La guiaba una mujer malhumorada que castigaba a los caballos duramente. Cuando pasó a su lado, el joven le pidió un poco de agua y la mujer le contestó de mal modo. El joven sacó entonces su silbato y comenzó a tocar una canción. Al momento, la mujer detuvo el carro y comenzó a bailar como loca. Cuando dejó de tocar, la mujer cayó agotada al suelo.
El joven iba a tocar otra vez y la mujer le suplicó que no lo hiciera.
–Te daré toda el agua que quieras –le dijo–. Y mucha comida.
El joven tomó las provisiones que la mujer le ofrecía y siguió contento su camino. Pero muy pronto se topó con un ladrón a caballo que se le puso delante y quiso robarle su mochila. El joven tocó su silbato y el caballo se puso a saltar y a dar volteretas.
El bandido apenas podía sostenerse y le pidió que se detuviera
–Te daré todo el oro que tengo y mi caballo también –le dijo el ladrón.
El joven aceptó y el ladrón se fue corriendo. Cuando el muchacho miró dentro de la bolsa, vio que estaba llena de monedas de oro. Entonces montó a caballo y sonrió, porque era el hombre más feliz de toda Australia y el más rico, también.
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