Un día de ésos como cualquier otro, excepto porque mi mamá sufría en una camilla, nací yo.
Nací con la mente en blanco, crecí sin conciencia de lo que significa ser hombre o ser mujer. Crecí sin la conciencia de que las niñas deben usar vestidos y los niños, no. Corrí a la par de mis compañeros y nunca me quedaba atrás.
Todas las mañanas mi mamá se levantaba tempranísimo y me despertaba para ir a la escuela, mis hermanas ya se despertaban solitas, porque ya eran más grandes.
Después despertaba a mi papá y se iban a trabajar, los dos. Nunca me pareció raro que mi mamá fuera una mujer de trabajo e intelectualidad. Me encantaba mirarla mientras se arreglaba, me encantaba el licuado que me hacía antes de irse. Me encantaba el olor de sus labiales, y me encantaba cuando salíamos a las tiendas a comprar libros para su cumpleaños.
Las mamás de mis amigas me compadecían en secreto porque la mía no me llevaba el desayuno a la hora del recreo, porque no asistía a los festivales escolares y porque no estaba en casa cuando yo llegaba de la escuela.
Y yo seguía creyendo que era normal. Yo me conformaba con los libros que me prestaba para leer.
Ahora, cuando he pasado por tantas trabas por el hecho inamovible de “ser mujer”, entiendo que mi mamá nunca fue normal. Siempre ha ido contracorriente, ha perdido la simpatía de diez, veinte o no sé cuántos, y sigue creyendo en sus convicciones. Es una mujer valiente, y es una transgresora.
Siempre he creído que me heredó todos los males que la aquejan, dolores del cuerpo y de la mente, pero más que eso, me transmitió su eterna curiosidad y su movimiento perpetuo.
Me enseñó que mi mente es poderosa y mis palabras perduran. Me animó a creer que soy capaz de lo que quiera y me enseñó a sentir orgullo de ser mujer. Me enseñó a levantarme después de caer en el polvo y a limpiarme las heridas. Me enseñó a hacerme independiente y a dejar el miedo de andar solita por la calle.
Me enseñó que el gusto por la soledad no es malo, pero a veces se hace vicio. Ya tengo un cuarto de siglo de haberla conocido, y lo celebro, celebro las letras que me inculcó y las consecuencias que eso trajo consigo. Celebro que me regaló la Trilogía del Águila y el Jaguar, de Isabel Allende, justo en “la edad de la punzada”, porque me enseñó que nunca es tarde para creer en seres mitológicos y en amistades perdurables.
Celebro tener la peor mamá del mundo, la que es la peor influencia, porque me enseñó a no conformarme, a soñar y aterrizar de madrugada. Celebro a la mamá que fue tan cruel para enseñarme que los libros no son papel, sino compañeros de viaje.
Por Liz Mendoza
@tangerineliz
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