Recordar es volver a vivir, dice el dicho y dicen los que saben.
Los seres humanos somos seres compuestos de recuerdos, memorias que se activan tan sólo presionando el botón de nuestros sentidos que se encargan de guardar y dejar salir con el pretexto de cualquier elemento desinhibidor. Por ejemplo, los olores, los sabores, y por supuesto, los libros y la música.
Desde que conocí las letras del hombre que me deja días enteros de nostalgia al terminar sus libros −Milán Kundera, por supuesto− noté que al contar cualquier (buena) historia, no podemos excluir la música. No podemos dejar de lado lo que nos evoca, a donde nos transporta y las ganas que nos dan de correr a escucharla, recomendarla, apropiárnosla y dedicarla.
En La insoportable levedad del ser, Milán Kundera cuenta un momento que construí y deconstruí mil veces en mi mente, cada vez más grandioso e inigualable. Teresa, uno de los personajes que más adoré, camina por la calle mientras de fondo, se escucha la música de Beethoven sonando en la radio. Confieso que no soy ninguna erudita de la música clásica, pero aquel momento me pareció tan intenso, que corrí a escuchar al venerado músico y a notar la belleza y el drama de cada nota.
Y desde entonces, ninguna historia me parece impactante si no la relaciono con alguna canción.
Incluso las historias reales, esas que superan la ficción, van de la mano de las letras y las melodías. El periodista polaco, Ryszard Kapuściński, dedicó gran parte de su tiempo a vivir y escribir sobre África y su situación socio-política en los años 60´s, y no podría explicar el fenómeno de la propaganda política del partido en el poder sin mencionar a los coches con altavoces que entre consigna y consigna tocaban jazz a todo volumen: “En una ocasión, en Kumasi, vi que circulaban más coches de la oposición que del gobierno. Alarmado, se lo comenté a Kofi. No te preocupes, me dijo, ¡nosotros tenemos mejores discos!”, escribe Kapuściński.
Y siguiendo el orden de ideas por la misma línea que una playlist de mi papá, sin ningún sentido del género o el idioma, toca la aparición de los mexicanos que hacen temblar nuestros cimientos, uno por dolor de amores, y el otro por cursilería impecable: José Alfredo Jiménez y Agustín Lara.
A ellos los encontré rondando por un libro del queridísimo Monsi, Amor Perdido, donde pasito a pasito va develando sus secretos, escondidos entre canción y canción, entre entrevistas y pasajes de su vida. Desde el culto exagerado al amor, hasta lo mexicano como industria cultural, cada vez que leo las líneas de las canciones mencionadas, no puedo evitar cantarlas en mi cabeza.
Y así, de casualidad en casualidad, las canciones y los libros nos cuentan las mejores historias, esas que se quedan en nuestra mente como fotogramas de la mejor película del mundo: la nuestra. Dejémonos llevar por el ritmo y la nostalgia, porque siempre habrá un soundtrack para cada situación.
P.D. Gracias al señor Julio Cortázar, por recomendarme sin saberlo, gracias a su libro Último Round, a un maestro de la guitarra, Eduardo Falú.
Por Liz Mendoza
@tangerineliz
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