Dicen que quien gusta del olor del café, gusta de los placeres de la vida. Me declaro entonces, una hedonista sin remedio.
Nada mejor que un café casi desconocido, para que la soledad sea la única interrumpiendo tus lecturas.
Tuve la suerte alguna vez de encontrarme en un café casi vacío –excepto por mi presencia, a la cual evitaré ningunear– compartiendo mi mesa con un joven y guapo Octavio Paz, quien justo ese día, en ese solitario café, tuvo que pasar por el implacable juicio de una lectora amateur llena de dudas acerca del tan odiado y amado mexicano.
Después de algunas lecturas obligadas, una sola frase logró que mi comprensión fuera más humana y menos defensiva, que fuera amante de sus letras refinadas, como si sus disyuntivas se hicieran mías.
Y entonces bebí un poco de mi café, americano y muy caliente, y cerré los ojos, porque como les cuento a los incrédulos que se ríen de mí: el café caliente es como un abrazo.
Entre olores y miradas rápidas a la máquina de café, pensé que realmente no sé nada, así que sin darme cuenta comencé a escuchar a los encargados de la barra, quienes resultaron todos unos expertos del café, y tal vez al darse cuenta de mi gesto involuntario de impresión infinita comenzaron a platicarme sobre sus experiencias en competencias cafeinómanas y de purezas y cosas que hasta la fecha no entiendo, pero como disfruto en una taza de café.
Y entre cafés y letras me sumergí en historias ajenas mientras Octavio Paz –a quien en esta ocasión tutearé porque en la foto de la portada de mi libro aparece joven, muy joven, y atractivo, muy atractivo– me daba la razón a cada oración:
“El hombre que así contempla no se propone saber nada; sólo quiere un olvido de sí, un postrarse ante lo que ve, un fundirse si es posible en lo que ama”.
Entonces seguiré amando el café y los libros, el café y los abrazos, el café y las buenas compañías, y a mi mamá que me heredó la adicción a la cafeína y a las letras.
Por Liz Mendoza
@tangerineliz
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