¿Alguna vez has tenido que decirle adiós a una persona que se lleva una parte importante de tu historia consigo?
Las despedidas no son mi parte favorita de la vida, y como bien dice el inmortal Gustavo Cerati: “poder decir adiós, es crecer”, y así, vamos despidiéndonos, vamos diciendo adiós, vamos creciendo de adentro hacia afuera.
Y como también suele pasar, los monstruos, los espíritus, las historias de otros, llegan a nuestras manos cuando más los necesitamos; nos identificamos y las adoptamos.
Así fue como una de las rockeras más emblemáticas llegó, tan irreverente como su naturaleza le ha dictado siempre, a irrumpir en mis días, en mis pensamientos y en mis emociones.
Su nombre es Patti Smith, y sí, conocí sus historias a través de un libro.
La expedición comenzó en una librería reconocida de la ciudad de México, ese día estaba nerviosa, recorriendo calles sin sentido esperando encontrar algo que no sabía si estaba buscando. Como siempre pasa cuando eres más bien tímido y reservado, buscas lugares en los cuales puedas mimetizarte y volverte un poco invisible para la marea de personas que circulan a diario por la calle.
Decidí entrar a husmear entre los estantes, sin ningún objetivo ni una fortuna en mi bolsita de dinero. Recorrí pasillos y abrí ejemplares nuevos, los hojeé, leí títulos en todos los estantes, murmuré en voz bajita para que no me vieran raro, sonreí al encontrarme de frente con autores conocidos por mi no muy nutrida experiencia, y entonces, cuando había decidido irme con las manos vacías y el corazón no muy contento, una fotografía en la portada de uno de los libros que atiborraban los pasillos y dificultaban el paso me obligó a tomarlo.
Ahí estaba, la mirada retadora de Patti Smith, su cabello desordenado, su eterna delgadez. Ahí estaba, recargada en el hombro de su inseparable compañero, el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Algo me insinuó que esas historias serían las que no me dejarían dormir por un tiempo. Volteé el libro esperando encontrar un precio inalcanzable, pero mi sorpresa fue mayor cuando descubrí que por un precio tan módico, iba a internarme en una de las mejores historias que un rockero puede tener.
“Éramos unos niños” combina poesía, creación, vagabundeo, amor, música y experiencias de una época en la que todo era un sueño surrealista, cuando el día comenzaba en tu trabajo habitual, y terminaba comiendo comida chatarra en el lugar que frecuentaban Andy Warhol y su séquito.
Ese mundo que ahora suena tan lejano, en el que Patti, tan tímida, le escribió un poema a Janis Joplin mientras ésta lloraba su suerte; esa escalera en la que por casualidad Jimi Hendrix se cruzó con una jovensísima Patti; el reconocido bar en el que ella vio entrar y sentarse a una de las mesas para disfrutar de la electrizante combinación de poesía y ritmo de su nueva banda, a su más grande ídolo, Bob Dylan.
Y todo esto, mientras crecía, mientras compartía, mientras aprendía de su más grande compañero, mientras hacían de su historia algo completamente inmortal. Tanto me llegó su historia que me puse a escuchar a la Smith mientras me imaginaba que cada página de su libro era un fotograma, y de fondo, me pareció escuchar la voz a punto de apagarse de Robert, en su lecho de muerte, y cito uno de los párrafos finales:
“Oí su voz más fuerte que las gaviotas, su risa infantil, y el rugido de las olas. Sonríe por mí, Patti, porque yo sonrío por ti”.
Y así fue como Patti me enseñó, desde su infancia en un pueblo industrial, pasando por los dibujos, la poesía, el hambre y las despedidas, hasta sus inicios en la música, que si eres tan afortunado como lo fueron ellos (Patti y Robert), quienes se encontraron como musa y artista y viceversa, no te aferres, explora tus posibilidades, alienta tus talentos, acepta al otro tal y como se muestra ante ti, nunca dejes de creer en el arte, que a fin de cuentas es nuestra esencia, el verdadero yo, el que escondemos ante los demás por el riesgo de parecer distintos, pero qué más da, si ya llegamos hasta aquí, disfrutemos el paisaje.
Por Liz Mendoza
@tangerineliz
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