Al parecer, eso que me mantiene rebelde, que me sigue haciendo creer en dinosaurios, gatos con enormes y contagiosas sonrisas, en historias que nunca terminan… son las historias que me cuentan los libros.
Hace algunos ayeres, mi sobrina y yo, que a veces nos confundimos y no sabemos quién es la grande y quién la pequeña, paseábamos descalzas por una playa, era de noche y estábamos esperando ver algo increíble: tortugas. Ese día descubrimos que nada existe en el mundo más espectacular que la naturaleza, y yo descubrí que si cambiaba mi curiosidad por la seriedad de una vida adulta, nunca podría volver a entenderme con ella.
Así que decidí intercambiar algunos puntos de vista con la más sabia de la familia. Ella me contaba historias sin entender lo que querían decir las palabras impresas de mis libros y me narraba historias de personajes entrañables.
Fue ella quien me recordó aquel cuento horripilante que me gustaba contar a la hora de la comida, del desayuno, de la cena, siempre era el mejor momento.
Mis hermanas, por supuesto, odiaban esa historia que no tenía pies ni cabeza y que cada vez encontraba nuevos e interminables caminos para su desarrollo; yo le decía “el cuento del dedo mocho” y me encantaba contársela a cualquier persona que se cruzaba en mi camino.
Afortunadamente, más tarde que temprano, mis ojos conocieron la literatura para niños, esa que se acompaña de dibujitos de colores muy vivos y pocas letras, esos que te mantienen ocupado por horas inventando miles de historias surgidas de cada gesto y de cada personaje.
Nunca he sabido quién es el encargado de decidir qué libros deben leer los grandes y cuáles se destinarán a los niños y niñas, sin embargo, me confunde. Su parámetro me hace sentir excluida de ese inmenso mundo de posibilidades.
Lo bueno es que nadie vigila nuestra dieta de libros y podemos engullir todos los libros infantiles que queramos con o sin ningún pretexto.
Es increíble saber que existen libros que nos recuerdan lo maravilloso que es nunca dejar de imaginar, de reírnos de nosotros mismos, de conocer a los monstruos que nos habitan, de adoptar criaturas mitológicas, que nos enseñan a mirar al otro como alguien infinitamente distinto de nosotros, pero igualmente valioso.
La niñez es nuestra mejor época, en la que no sabemos nada y lo inventamos todo, por lo tanto somos los más sabios creadores y los más humildes seres sobre la tierra.
Ser niño es un superpoder, y como dice el tío Ben: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, así que no defraudemos a ese niño que vive en nosotros y se muestra cada día cuando corremos sin razón aparente, cuando sonreímos al comer dulces, cuando bailamos sin vergüenza en las calles, cuando tomamos decisiones con un volado o un zapatito blanco, zapatito azul.
Si los demás creen que estás loco, entonces volvámonos todos locos, si eso hace de nuestra sociedad un lugar incomprensiblemente feliz.
Como dijo alguna vez uno de mis autores favoritos: “Tenemos de genios lo que conservamos de niños” C. Baudelaire.
Por Liz Mendoza
@tangerineliz
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